!Qué fuerte!
Esta semana, aunque no ha empezado todavía el curso escolar, ha empezado ya una parte de las rutinas de mi sobrino Daniel y hemos comenzado a acudir a una de las terapias habituales que sigue, ozonoterapia. La consulta donde vamos está en el puritísimo centro de la ciudad, y éso, creánmelo, para desplazarse con silla de ruedas es un problema cotidiano. Así que esta tarde he pasado por sucesivos estados de ánimo y he tenido diversas reacciones.
Para empezar la escasez de plazas de aparcamientos reservadas a vehículos de personas con diversidad funcional es en esta ciudad de Zaragoza (Aragón, España) un tanto vergonzosa. Siempre que salimos de casa hacia el centro de la ciudad con Daniel vamos haciendo mentalmente el recorrido de las plazas reservadas y vamos rogando que quede alguna libre. En concreto, en la zona del centro de la ciudad que hemos visitado hoy (el triángulo entre Puerta del Carmen, Coso, Independencia) había cinco plazas reservadas. Digo había, porque quedan cuatro. Después de la remodelación de la calle Madre Rafols, la plaza que estaba ubicada frente a la puerta del Hospital Provincial ¡ha desparecido! y no ha aparecido en ningún otro sitio, que hayamos comprobado. ¡Bien por los municipes y los técnicos! Es cierto que los vehículos con distintivo de transporte de personas con movilidad reducida pueden ser aparcados en las zonas azules y amarillas sin que se deba pagar el canon reglamentario. Lo que ocurre es que el monovolumen en el que viajamos con la silla de ruedas de Daniel dispone de una rampa trasera. Quiere ello decir que no es posible aparcar en el hueco de un coche de tamaño usual.
Bien, esta tarde, después de dar alguna que otra vuelta y de empezar a impacientarnos, porque llegábamos tarde a la terapia, por fin hemos tenido la gran suerte de encontrar un plaza en zona azul, pegada a un paso de cebra y así poder bajar y subir la rampa para hacer descender a Daniel con su silla de ruedas a la calle, y después, transcurrida la terapia, retornarlo. Alivio, pues, al cabo de la inquietud.
Lo que ocurre es que cuando hemos llegado a la consulta yo andaba todavía en la fase del solivianto . Así que cuando he visto la fila de seis o siete personas que había esperando dos ascensores, he actuado de una forma en que no suelo hacerlo y he pasado, con Daniel en su silla, olimpicamente por delante de la fila y me he dirigido al montacargas. No pasa nada en realidad, puesto que es el único elevador de la finca donde cabemos con la silla de ruedas. Lo que ocurre es que las personas que estaban esperando no saben esta circunstancia. Así que he podido escuchar cómo dos mozas gritaban espantadas y cómo muy ofendidas, entre risitas, eso sí, ¡qué fuerte, tía! ¿Tú has visto? Ni cortos ni perezosos, Daniel, su madre y yo, hemos subido al montacargas, que llegaba en ese momento. Nos ha parecido lo natural, porque nosostros no podíamos usar los ascensores y los demás, sí. Y por tanto no tenía lógica que esperásemos a que ellos dejasen libre un montacargas que en buena ley no debe ser usado por las personas de a pie para subir y bajar. Aunque nosotros hemos de usarlo nos guste o no. Un montacargas muy cómodo, por cierto.
De todas formas, yo les diría a estas criaturas tan espantadas de mi falta de educación que lo realmente fuerte es lo que tienen que pasar un buen número de personas todos y cada uno de los días de su vida para moverse por las ciudades, para acceder a los edificios, para acceder a los trabajos, para acceder a la educación, para ... para cada una y todas de las actividades que los demás hacemos sin tener ni que pensarlas.
Menos mal que de vuelta a nuestra plaza de aparcamiento azul con vistas a paso de cebra, hemos tropezado con un amabilísimo y sonriente operario, que ha retirado de mitad de la acera la escalera en la que estaba trabajando para que pudiéramos pasar. Lo ha hecho antes siquiera de que nos detuviéramos impedidos por el obstáculo y con una facilidad y voluntad que después de la anterior experiencia me ha conmovido.
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