Blogia

pandeoro

Nos vemos en luisamr.blogspot.com (Luisamiñana.blog)

 

               Quienes me regalais vuestras visitas habitualmente sabéis que desde hace un tiempo he venido duplicando el blog. Lo empecé a hacer debido a los problemas de acceso que tenia Blogia. Luego he seguido un poco porque me da cosica ésto de irse de un lugar. Sin embargo, ahora voy a andar un poco más líada. Así que  prefiero sólo actualizar un sitio. Por lo tanto ,y por lo menos durante una temporada -luego a ver qué pasa- , nos vemos en el otro Pandeoro, en la dirección que la mayoría ya conocéis,  y que dejo aquí enlazada,  en el blog de Daniel o en La arquitectura de tus huesos:

 

 http:luisamr.blogspot.com

http://unblogparadaniel.blogspot.com

http://laarquitecturadetushuesos.wordpress.com

 

 

Daniel´s piano sessions

Daniel´s piano sessions

 

         Sin duda, el juguete que más veces le han puesto a Daniel los Reyes Magos y más le hemos regalado por su cumpleaños hasta ahora ha sido el piano, en diferentes versiones y tamaños conforme él ha ido creciendo. Y no es extraño, claro, teniendo en cuenta su afición tan grande por la música. Ya no jugamos tanto con él, porque en sus preferencias se ha equiparado prácticamente con el ordenador, y muchas tardes, cuando voy a verle después del colegio, Daniel vigila que yo haga bien mi trabajo, o iniciamos algún juego informático -casi siempre con música-, o escribimos cartas al ciberespacio marciano. Aunque jugamos, en general, menos que antes, porque Daniel crece y tiene menos tiempo de jugar, como todos los niños, con sus tareas en el colegio y sus extra-escolares. Las extra-escolares de Daniel son un poco distintas, claro. Algo más de fisioterapia y de logopedia para reforzar las disciplinas escolares. Otras veces, por temporadas, toca acudir a ozonoterapia o a Tomatís. Así que Daniel termina por ser un niño tan ocupado como todos los niños de hoy en día.

         También ocurre que ya se ha vuelto más gamberro. Y le gusta pelear, y que le llenes de un fascal de cosquillas mientras se retuerce de la risa. Y en esos juegos de descargar mucha energía se nos van un buen rato. También en ver películas y dibujos animados, que ahora se han convertido en una afición del momento de la merienda. Menos ratos, pues, para el piano. Pero le sigue gustando mucho, y ha sido un juego central y esencial en su motivación motriz. Amando tanto como ama la música, cada sonido que consigue arrancar a las teclas, más o menos armónicos -que en ésto Daniel es muy contemporáneo- es para él un gozo y una enorme alegría. Tiene varios instrumentos. Pero el chulo es el piano eléctrico que se ve en la fotografía. Con él conseguimos piezas, casi dodecafónicas, realmente birgueras. Nos demoramos en sesiones de improvisación que en nada envidian a las profesionales,  os lo digo yo. Y hay momentos para aporrear el teclado sin más, como algunos rockers hacen en plena efervescencia sublime y extasiada de su actuación.

         Casi todos los instrumentos le llaman la atención a Daniel. De esto ya nos informaron bien en las primeras clases de musicoterapia a las que asistió, cuando tenía poco más de dos años. Y es verdad: el tambor, los bongos, los crótalos, la trompeta, el violín, ¡la flauta!... cuando los oye en todos parece encontrar resonancias especiales para él, - y con muchos de ellos le han hecho experimentar-.  Por no hablar de su enamoramiento de la voz humana.  Sobre todo de la voz de María Callas, su favorita. Pero el piano es especial para él como forma de comunicación, porque el piano es dúctil, blando, ¡sólo requiere ir recorriéndolo en horizontal para extraerle el jugo de los sonidos!- y la dificultosa motricidad fina de las manos de Daniel encuentra en él un terreno relativamente fácil para crecerse. Por eso le satisface tanto. Y por eso seguimos pasando tan buenos ratos en estas Daniel´s piano sessions. La de la fotografía tuvo lugar ya el verano pasado y fue una de las memorables.

 

Por escribir sus nombres, de Víctor Juan

Por escribir sus nombres, de Víctor Juan

 

           "Por escribir sus nombres" es un magnífico título para un libro. Para una novela. La que ha escrito Víctor Juan sobre el amor sin sitio entre Francisco Ponzán y Palmira Plá, durante la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Se presenta mañana, 31 de mayo, a las 20 horas, en la Biblioteca de Aragón, en Zaragoza, durante un acto que seguro contará con un buen puñado de amigos, entre ellos Antón Castro y José Luis Melero, que van a estar de oficiantes junto al autor.

         "Por escribir sus nombres" es un libro emocionado y emocionante. Se nota que a Víctor Juan los personajes reales le han conmovido hasta el tuétano, y eso es bueno, creo yo. Tampoco es extraña la devoción, porque ciertamente las vicisitudes personales y colectivas de Francisco Ponzán y Palmira Plá no pueden dejar indiferente a ninguna persona de ley. Francisco Ponzán fue discípulo del asesinado Ramón Acín, - delicado artista, generoso profesor y más generoso luchador- y, como éste,  de credo y vida anarquistas. Bajo este ideario se entregó a la lucha en la guerra civil y después, prolongando sus  actuaciones en el afán de combatir a los vencedores franquistas desde el territorio de la Francia de la segunda guerra mundial.  

           Palmira Plá, que lo conoció en Caspe, donde permanecía el Consejo de Defensa de Aragón, sentía que esa diferente forma de estar en el compromiso común -ella era socialista- los separaba tan inevitablemente como la propia historia, tan difícil, lo estaba haciendo. Amó a Francisco Ponzán. Pero, mientras éste hubiera querido llevarla en volandas a su lado, fuera como fuera, contra toda corriente, Palmira se impuso la disciplina y fue tan racional como la necesidad de sobrevivir le dictaba. Se amaron sin sitio, encontrándose y desencontrándose, buscándose y perdiéndose, rememorándose y olvidándose, hasta que los alemanes asesinaron a Ponzán una semana antes de la liberación de París, mientras Palmira velaba su prisión en Toulouse, de donde se lo llevaron para matarlo junto a otras cincuenta personas, quemando después sus cuerpos.

           Palmira era maestra comprometida. Paco un combatiente. Su historia no es más triste ni heroica seguramente que la de muchos de aquel entonces. Ni más desgarradora, con todo lo que lo es. Y Víctor Juan lo expone con decisión y delicadeza, siguiéndoles los pasos, imaginando lo que pudo suceder, contándolo para que al cabo de los años no lo olvidemos. Una historia de amor imposible, como muchas. A la que acompaña la que se cuenta entre el narrador de la novela y la abogada y librera Irene, que crece en paralelo a la novela y casi se marchita un poco por el temor y la mordaza de las experiencias. Frente a ella la historia de Francisco y Palmira es más imposible si cabe, pero más real, porque su imposibilidad no fue cobardía o silencio, sino desesperación. Y seguramente, en la novela la sombra de aquella gran historia ayuda a que la otra, la de ahora, crezca y tome vuelo porque lo contrario no hubiera sido justo para la de entonces.

            Un libro éste "Por escribir sus nombres" en el que aprendemos complejidad emocional e intelectual. En el que aprendemos de la fuerza de las palabras, del vigor de un nombre que se pronuncia como una oración, como una advocación para seguir viviendo, tan real como la propia presencia amada. Víctor Juan aúna relato y sentimiento poético, temblor, sin duda, en este libro, que yo ya he terminado de leer con tanto gusto.



* Un nombre pronunciado: cuando yo estudiaba COU en la antigua Universidad Laboral de Zaragoza tuve una profesora de francés, que hablaba un francés dulce y excelente y contaba algunas cosas sin contarlas. Era aún tiempo de silencio. Ella era Sol Acín. Yo entonces no lo sabía, pero era la hija de Ramón Acín, aquella que con su hermana Katia jugaba de pequeña con la caja de música evocada en la novela de Víctor Juan, y que fue una de aquellos profesores de aquella extraña Universidad Laboral junto a los que aprendí que las cosas no eran lo que parecían en este país y que otra forma de vivir era posible. Hoy sé que la línea del tiempo, a pesar de todo, no se terminó pues de romper. Que aún nos alcanzó la honestidad de aquellos que con tanto sufrimiento supieron esgrimirla y vivir o morir con dignidad.



*Víctor Juan, "Por escribir sus nombres". Prames. Zaragoza. 2007.



Dos poemas de Vicente Aleixandre

Dos poemas de Vicente Aleixandre

 

 

Sin muchas palabras dejo aquí dos poemas de Vicente Aleixandre, uno de los poetas con lo que aprendí donde encontrar poesía, precisamente en los dos libros de los que traigo los dos poemas. Venían en una hermosa edición de Castalia, de páginas suaves y elegantes, que conservo ahora junto al mar. Es bueno que esté allí. Los títulos de los libros fueron en la adolescencia para mí como milagros de la imagen poética: "La destrucción o el amor" y sobre todo "Espadas como labios".




Poema de amor ( De "Espadas como labios")



Te amo, sueño del viento:
confluyes con mis dedos olvidados del norte
en las dulces mañanas del mundo cabeza abajo
cuando es fácil sonreír porque la lluvia es blanda.

En el seno de un río viajar es delicia;
oh peces amigos, decidme el secreto de los ojos abiertos,
de las miradas mías que van a dar en la mar,
sosteniendo las quillas de los barcos lejanos.

Yo os amo, viajadores del mundo, los que dormís sobre el agua,
hombres que van a América en busca de sus vestidos,
los que dejan en la playa su desnudez dolida
y sobre las cubiertas del barco atraen el rayo de la luna.

Caminar esperando es risueño, es hermoso,
la plata y el oro no han cambiado de fondo,
botan sobre las ondas, sobre el lomo escamado
y hacen música o sueño para los pelos más rubios.

Por el fondo de un río mi deseo se marcha
de los pueblos innúmeros que he tenido en las yemas,
esas oscuridades que vestido de negro
he dejado ya lejos dibujadas en espalda.

La esperanza es la tierra, es la mejilla,
es un inmenso párpado donde yo sé que existo.
¿Te acuerdas? Para el mundo he nacido una noche
en que era suma y resta la clave de los sueños.

Peces, árboles, piedras, corazones, medallas,
sobre vuestras concéntricas ondas, sí, detenidas,
yo me muevo y, si giro, me busco, oh centro, oh centro,
camino, viajadores del mundo, del futuro existente,
más allá de los mares, en mis pulsos que laten.



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Mañana no viviré ( De "La destrucción o el amor")



Así besándote despacio ahogo un pájaro,
ciego olvido sin dientes que no me ama,
casi humo en silencio que pronto es lágrima
cuando tú como lago quieto tendida estás sin día.

Así besándote tu humedad no es pensamiento,
no alta montaña o carne,
porque nunca al borde del precipicio cuesta más el abrazo.

Así te tengo casi filo,
riesgo amoroso, botón, equilibrio,
te tengo entre el cielo y el fondo
al borde como ser o al borde amada.

Tus alas como brazos,
amorosa insistencia en este aire que es mío,
casi mejillas crean o plumón o arribada,
batiendo mientas me olvido de los dientes bajo tus labios.

No me esperéis mañana -olvido, olvido-;
no, sol, no me esperéis cuando la forma asciende al negro día creciente;
panteras ignoradas -un cadáver o un beso-,
solo sonido extinto o sombra, el día me encuentra.




* La imagen es el cuadro "El beso" del pintor surrealista René Magritte.

Cochizo

 

Parte más rica de una mina (R.A.E.)

Los bañistas

Los bañistas

 

 

Sé que era ella. El color del pelo diferente. Las facciones algo más henchidas quizás. Han sido dos segundos. Eran sus ojos, de eso no dudo. Y era su gesto. Dedicado, en mitad de la inaudible conversación, al hombre que a su lado ascendía por la escalera mecánica, mientras yo descendía, bajando de inmediato la mirada para no tropezarme con el tiempo que ha pasado. El hombre, que ahora ascendía a su lado por la escalera del centro comercial, la acompañaba siempre por entonces a casa, al acabar las largas tardes en la piscina, a donde la venía a buscar tras el trabajo. Con el rabillo del ojo ambos hemos seguido las direcciones opuestas de nuestros pasos. Nunca diremos nada. Ni siquiera he pensando qué le habré parecido, pasando por encima de mi, de repente, su tiempo, el de ella. Escaleras del tiempo. Ella llevaba un peluche en sus manos, envuelto de regalo. Y yo la amé todas las tardes de aquel verano, en que la ayudé a aprender a nadar.



*La imagen es la de la pintura de Georges Seurat, "Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte" (1884-86). Óleo sobre lienzo.


Dos poemas de Fernando Sarría

Dos poemas de Fernando Sarría

 

 

No hemos reconstruido la casa.

Afuera de sus ruinas pasa la existencia

como un río de innombrable mirada,

mientras que aquí,

en el fuego de las sombras,

todavía las noches se deshacen en la boca

con el sabor que el tiempo nos dejó

y el retorno diario del rumor de las olas.



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Vuelven los pájaros del sur.

Quizás este invierno no se han ido

pero sus cantos devoran el silencio

que la mañana porta en su bandeja.

Traen lo efímero y preciso en su latido,

el ritmo inabordable de la vida,

el único canto que todavía

hace en el alba la ciudad habitable.



 

*Los amigos y seguidores de Fernando Sarría tiene hoy doble ración de su trabajo. Dejo aquí dos poemas que he elegido, junto a una fotografía de José Antonio Melendo, ©: 2007.


    

 

       Después de algunas vicisitudes, ya está en Internet el número-versión 14 de El Cronista de la Red. Os adelanto aquí sus contenidos y espero que os guste:



  • - Entrevista de Raúl Tristán a Pilar Belver, con la novela "La vendedora de tornillos" como fondo de la conversación.

  • - "Poemas" de Sergio Borau, con ilustraciones de Chema Lera

  • - "Selección de Poemas", de Magdalena Lasala, también ilustrados por Chema Lera

  • - "Anatomía de ti", poemas de Fernando Sarría y fotografías de Miguel Angel Latorre

  • - "Peregrino sueña miedo", de Emilio Gil, con un dibujo de Chema Lera

  • - Un Poema de Safo, traducción y comentario de Rafael Lobarte

  • - Sobrenombres nº 8: Biografía de Odón de Buen, por Antonio Pérez Morte, y Retablo Mayor de Zuera, por Luisa Miñana

  • - Muestra de las tallas en madera de Mariano López Maisanava

  • - "Menorca", reportaje fotográfico de Malatorre

  • - Voladuras nº 3, la sección de Chema Lera

  • - "Sudáfrica", texto y fotografía de un viaje, por María Fustero y Jesús Ruz

  • - "Nuestras lenguas", la sección que conduce Marisa Lamarca

  • - Libros en Aragón: reseñas de "En el Remolino" de José Antonio Labordeta y "Aprendizajes tardíos" de Fernando Aínsa

  • - "Nuevas Miradas", dibujos de Sergio Moreno.



Coccíneo

 

           Purpúreo, de color púrpura (viene del latín coccineus, grana) (R.A.E.)

Dos recomendaciones (con permiso)

Dos recomendaciones (con permiso)

 

 

 

        La primera recomendación es esta viñeta de El Roto, publicada hoy por El País, tanto en su edición impresa (pag. 17) como digital. No creo que haya que añadir comentario alguno.

         La segunda recomendación, si se me permite, es un artículo de la escritora y catedrática de Literatura, Carmé Riera, que aparece en la misma página de la edición impresa de El País, aunque es de suscripción en la digital. El artículo se titula "Más despensa que escuela" y cuenta su convicción de que tanto ella como un grupo de antiguos colegas y amigos, que se reúnen desde hace décadas en una tertulia periódica, surgida al albur de unas oposiciones académicas, se equivocaron en los pretéritos años setenta de la transición, cuando decían que "el problema de nuestro país, a la cola de Europa todavía en los setenta, sólo se solucionaría con una enseñanza de calidad, igualitaria y obligatoria, que considerábamos condición indispensable para el cambio social o incluso de la educación hacíamos depender la renta per cápita".

         Carmé Riera ha sido durante todos estos años la encargada de mantener una especie de actas de esas tertulias, donde ha ido recogiendo temas y opiniones abordadas. Revisa ahora sus cuadernos, acometida por la inclinación melancólica a la que la conduce el fallecimiento de uno de los amigos y la edad, asegura ella. "La educación, quizá porque éramos profesores, nos parecía a todos tan fundamental como la sanidad o más, pues entendíamos por educación, una formación integral del individuo que le capacitara para el ejercicio de la libertad que otorga el conocimiento de deberes y derechos, además de convertirle en un buen catador de bienes culturales de esos que sirven para el disfrute anímico, pues creíamos a pies juntillas que no sólo de pan vive el hombre. A estas alturas, cualquiera puede observar que nos equivocamos".

         Admite Carmé Riera el triunfo en cuanto a escolarización y erradicación del analfabetismo. Admite el avance de la sociedad del bienestar, sin duda. Pero interpone su convicción de fracaso a la hora de dotar a la ciudadanía de valores educativos reales, que conllevan el ejercicio de responsabilidad que implica, "por ejemplo, no conducir borracho, no asestar una puñalada a la parienta porque no acepta la superioridad masculina, o saber discernir entre un programa de telebasura y otro que no lo es y optar por éste último". Su desesperanza le hace concluir su artículo: "Esa escuela y despensa imprescindibles para el progreso, de las que hablaba Joaquín Costa y también los institucionalistas y regeneracionistas, con los que los antifranquistas nos sentíamos entroncados, se ha quedado sólo en despensa... De los garbanzos, que, según don Juan de Valera, embotaban el cerebro de los españoles y por eso eran tan duros de mollera, hemos ido a parar a la comida basura... Pero, vivimos, aseguran, en el mejor de los mundos posibles y la economía española sigue creciendo. Con el estómago lleno, la carencia de escuela o lo que es lo mismo el desastre nacional de la enseñanza, cuyos malos resultados nos colocan a la cola de Europa, no parece preocupar demasiado a los ciudadanos. Tampoco a nuestros gobernantes, incapaces de llegar en todos estos años a un pacto de Estado sobre educación. El cuaderno de nuestra tertulia confirma hasta que punto nos equivocamos en las previsiones".

         (Carmé Riera: "Más despensa que escuela", El País, lunes, 21 de mayor de 2007, página 17).

 

Federico

Federico

 

 

 

Verte desnuda es recordar la Tierra,

la Tierra lisa, limpia de caballos.

La Tierra sin un junco, forma pura,

cerrada al porvenir: confín de plata.


Verte desnuda es comprender el ansia

de la lluvia que busca débil talle,

o la fiebre del mar de inmenso rostro

sin encontrar la luz de su mejilla.


La sangre sonará por las alcobas

y vendrá con espadas fulgurantes,

pero tú no sabrás donde se ocultan

el corazón de sapo o la violeta.


Tu vientre es una lucha de raíces,

tus labios son un alba sin contorno.

Bajo las rosas tibias de la cama

los muertos gimen esperando turno.



         Esta es la Casida IV, que lleva por título "De la mujer tendida", incluida por Federico García Lorca en el "Diván del Tamarit", un espléndido libro, no tan nombrado como "Poeta en Nueva York" o "Romancero gitano", pero clave para entender la iconografía, el mundo emocional y telúrico de Lorca.

         Hacía tiempo que no releía a Federico. Siempre, desde la adolescencia, Lorca fue Federico. Aleixandre era el Aleixandre susurrado de Wellingtonia, como Cernuda era el romántico que nos ligaba a Europa, o Alberti,  Rafael Alberti, el que volvía a casa y adorábamos por los teatros. Lorca era Federico. Ya legendario ahora, ya enseguida como de la familia. Cuando en las conversaciones de bares, de parques, de pasillos en la vieja Facultad de Letras, hablábamos y hablábamos, y nos deshacíamos en ganas de desmenuzar el imaginario lorquiano, las pasiones lorquianas, el arte lorquiano, sólo decíamos: porque Federico... Había más, bastantes más poetas pegados en nuestros talones. Pero Federico era "el poeta". Hoy sé que añadiría cosas a aquella visión y a aquel sentimiento de adolescente y de jovenzuela, cosas que seguramente vuelven mucho más terrenal al ídolo. Pero también sé que dos de mis experiencias más preciosas y precisas con la literatura, se las debo a Federico.

         La más antigua fue la adquisición de "Doña Rosita o el lenguaje de las flores", en la colección Clásicos de Austral, de color rosa. Bajé desde mi barrio fronterizo de Colón, entre San José y Torrero, a la Librería General a comprarlo, por recomendación de mi profesora de literatura, cuando le pregunté qué podía leer de Lorca. Empieza de momento por esto, me dijo. No sé, tendría trece años, creo. En aquella clase se leía bastante en voz alta. Y se leyó a Lorca en varias horas: La Zapatera Prodigiosa. Me quedé con las ganas, claro. La Librería General estaba entonces, si no recuerdo mal, casi pegada a la Plaza de España de Zaragoza, por donde anda hoy un concurrido Café. Lo compré con emoción, aunque el dependiente se extrañara, recuerdo. Y comencé con emoción a leerlo ya mientras volvía a casa. Tan distinto a Dickens..., decía yo, en aquel momento en que acababa de zamparme, llorando a moco tendido en mi cuarto, "Oliver Twist". El mundo se ampliaba a pasos agigantados. El lenguaje lorquiano me dejó de un aire.

         Unos años después fue, cuando, ya estudiante de Historia en esa Facultad de Letras, cuyo edificio hoy se tambalea e inevitable referente siempre, durante varias sesiones vespertinas, Rafa, Lope y yo misma nos dedicamos, sentados invariablemente en la misma mesa de un bar cutre -con solera, decíamos- de la calle Heroísmo, a desmembrar cuanto pudimos el "Romance sonámbulo". Nos agotó. Era para nosotros un mundo inabarcable, cada vez más hondo, más cuajado de iconos, propuestas y sentimientos que se entrelazaban, que se abrían unos a otros como puertas a campos batallados, que se llenaban de signos, de fuerzas naturales, de tragedia. Desentrañar las metáforas lorquianas nos agotó. Y no dejo de temblar todavía al recordar aquellas tardes, aunque hoy vea ya de otra manera toda esa iconografía.

         Seguramente le deba a Federico mi convicción de que la literatura no puede separar pensamiento y emoción y honestidad. Perogrullo, me diréis. A menudo no lo es tanto.

         Sólo una cosa más. Tengo una espina gigantesca. Nunca he visto una representación de "El Público". Me perdí la de Lluis Pasqual y creo que nunca me lo perdonaré.

        

Hay una raíz amarga

y un mundo de mil terrazas.


Ni la mano más pequeña

Quiebra la puerta del agua.


¿Dónde vas, adónde, dónde?

Hay un cielo de mil ventanas

-batalla de abejas lívidas-

y hay un raíz amarga.


Amarga.


Duele en la planta del pie

el interior de la cara,

y duele en el tronco fresco

de noche recién cortada.


¡Amor, enemigo mío,

muerde tu raíz amarga!



         Este último poema se llama "De la raíz amarga", y es la Gacela VI de "Diván de Tamarit".


         * María Manuela ha subido un post sobre imágenes, recuerdos y fotografías. Recuerdos. Ella dice que le habrá dado por ahí porque es su cumpleaños. Así que sirvan estos otros recuerdos como muy cariñosa felicitación por mi parte.

 


Daniel planta patatas

Daniel planta patatas



          Supongo que no es muy fácil para quienes no están familiarizados con el trato de niños con discapacidades imaginar cómo es por dentro un colegio de Educación Especial. Muy posiblemente, ni siquiera los mismos profesionales de la educación en general, que comprenderán sin duda la organización básica del colegio, sabrán posiblemente, sin embargo, qué tipo de especificidades hay que desarrollar para que la vida diaria en el centro resulte normal. Salvando la distancia, es un poco el mismo camino previo que hay recorrer para que en el hogar todo acabe siendo razonablemente normal. Es una cuestión de readaptación.

          Daniel acude al Colegio de Educación Especial Angel Riviere. Es un centro pequeño, con mucho sabor, muy alegre, con aulas proporcionadas al número de niños. Tiene cosas que creo mejorables, como siempre ocurre. Y no digo que no haya habido algunos problemas puntuales, pero la verdad es que cuando Daniel llegó allí, después de una experiencia bastante decepcionante en otro centro, cambiaron para él muchas cosas.

          Tienen aquí muy bien establecidas las rutinas diarias, - pilar esencial para la orientación temporal y espacial de estos críos-, y en ellas se van insertando las diferentes actividades que ha de realizar cada uno diariamente, según sus edades y posibilidades. Daniel trabaja mucho con el ordenador, porque desarrolla muy buena relación con él. Aprende allí a organizar conceptos, a dar respuestas adecuadas a preguntas, a manifestar su voluntad hacia las cosas y las personas, oye música, etc. Todo ello requiere una adaptación del aparato a la motricidad de Daniel: un pulsador de palanca, un programa de voz para que él pueda escuchar las propuestas a las que debe responder, y cosas así. Trabajar en el ordenador es casi un premio para Daniel, que a veces hay que limitarle cuando no le da la gana de colaborar en otras actividades. Porque Daniel es bastante pasota para las cosas que no le hacen tilín del todo.

          Muchas horas han de dedicarse a la fisioterapia, la logopedia, a la estimulación. El Colegio Angel Riviere ha montado en estos dos últimos años una magnífica aula de estimulación sensorial que para los niños es ya algo imprescindible. En ella reciben estimulación física e intelectual al tiempo que se divierten mucho.

          La hora del comedor tiene sus particularidades: unos mastican, otros no. Unos pueden coger los cubiertos, muchos no. Y además, hay que aprovechar también el acto de la comida para estimular reflejos si es preciso: el de masticación, la deglución. Pero todo también se convierte en normal cuando lo vas haciendo diariamente.

           Hay otras actividades que se aproximan más a las que se realizan en cualquier escuela. Hay taller de lectura, de escritura (para los que pueden, claro), se hace teatro -algunos alumnos empiezan a usar unos adaptadores de voces donde se graba lo que han de decir- y se juega, mucho, porque el juego es muy integrador y despierta la voluntad de ejercer en los niños sus pericias. Una preferencia absoluta de Daniel, pareja al ordenador, son los columpios. Daniel viviría en una montaña rusa.

           La última actividad puesta en marcha es el jardín y el huerto. Se pidió colaboración de las familias que pudieran para poner en marcha esos pedazos de naturaleza dentro del colegio. Y ya van realizando los primeros trabajos. El otro día fuimos a buscar a Daniel al colegio y allí estaba con otros chicos, eligiendo y organizando unas petunias para plantar. Y en la foto que han enviado desde el centro se le puede ver en plena tarea de plantar una patata. Una actividad normal para una educación especial normal.

La explicación

La explicación



                He llegado a buena marcha hasta el final de la calle. Y eso que el final de la calle quedaba para mí en lo más lejano.  Cerca de la orilla del parque, junto al puente que sobrevuela la autopista, un hombre vestido de pantalón marrón y  camiseta verde ha estado mirando largo rato como temblaban las sábanas blancas tendidas bajo unas ventanas. Lo he visto mientras seguía hacia el puente que sobrevuela la autopista. Blanco de las sábanas sobre el gris y el rosa urbanos de un edificio al que este hombre que lo mira ha significado. Yo no hubiera visto las sábanas, por muy blancas que fueran, si el hombre de marrón y verde y deportivas azules no las hubiera estado mirando. Si han sido suyas las sábanas alguna vez en su cama, no lo sabré jamás. Ahora parecía un hombre huérfano de sábanas. He traspasado el puente que vuela sobre la autopista y he cruzado a la acera de enfrente. Regreso sobre mis pasos, pero el hombre sin sábanas ya no estaba mirándolas. Bajo el puente, una sábana blanca se aquietaba en la tarde sobre un perfil humano y el asfalto. He tropezado entonces y he tenido que detenerme para recolocarme la zapatilla que se me ha salido del pie, mientras las ambulancias y la policía a toda velocidad cerraban el paréntesis y, por eso, casi no te oía cuando me has llamado para recordarme que había que comprar pan.



* La imagen es de una pintura de María Teresa Larrain, titulada Ropa Tendida II y esta colgada en la web de la Galería del Cerro.

 

Cloque

Garfio enastado que sirve para enganchar los atúnes en las almadrabas (R.A.E)

 

Titirimundi

Titirimundi

 

 

 

Estos días se celebra en Segovia el festival de títeres, Titirimundi, que cumple este año su vigésimo primera edición. La ciudad entera se convierte en escenario de las representaciones, farsas e historias que discurren en manos de títeres, marionetas, mimos, titiriteros, actores, músicos y gentes en general de similar ralea. La fiesta es tan explosiva que su influencia llega a otros muchos puntos de la geografía de Castilla y León y de la Comunidad de Madrid. Del todo recomendable para el que pueda asistir a alguna de la sesiones de mágica farándula. Y quienes no podamos, nos daremos más de una vuelta por la web que nos las cuenta y sentiremos una arlequinesca melancolía.

No sé cuándo me empezaron a conquistar los títeres y marionetas. Supongo que al principio me gustaban como les gustan a todos los niños. Luego esa fascinación por el muñeco en movimiento, con su capacidad de remedar historias de los hombres y sublimarlas o ridiculizarlas sin compromiso, con entera libertad, me fue llevando ya a un interés de otro tipo, digamos un poco más elaborado. Sin embargo, he de reconocer que mi relación con los títeres y marionetas es mucho más emocional que intelectual. Me gustan en sí mismos, como objetos. Pero además para mí son mágicos. Como lo han sido en realidad desde el comienzo de su historia entre los humanos, puesto que su origen parece estar ligado a todas luces con las ceremonias y creencias religiosas: en Egipto, en China, en India, en Turquía, o luego ya en Grecia y Roma. El cristianismo los desterró luego de su mundo, mas ellos resurgieron.

A lo largo de la historia ni títeres ni titiriteros han tenido buena prensa. Siempre han sido mirados de reojo y con mucho resquemor por los poderes establecidos. Incluso han sido prohibidos en varias épocas. Su ligazón con los seres humanos es, no obstante, mucho más importante de lo que cualquier poder puede manipular. Tiene que ver con lo que no llegamos a explicarnos. Con nuestros espejos. Con nuestra necesidad de conjurarnos en historias que nos exorcicen del tiempo, del espacio y de su fatalidad. El títere pertenece al mismo rango expresivo que la pintura, el teatro, el cine, el video: nos cuentan cosas de nosotros mismos mediante imágenes subyugantes. Sobre todo al de los tres últimos, porque el títere necesita también movimiento para completar su poder. Acaso el primer títere fue el mismo hombre prehistórico en su cueva, es decir la sombra de ese hombre. Por eso un títere quieto, una marioneta en reposo, tiene algo perturbador que desaparece en cuanto se mueve. Por eso nos fascina tanto la relación de los muñecos y sus manipuladores, cuando éstos se convierten a su vez en parte del espectáculo, desde los actores que actúan junto a los títeres y marionetas hasta los ventrílocuos.





Tengo en casa algunas marionetas. Todas, menos una, me las han regalado amigos generosos que me conocen. La última ha venido desde Birmania en manos de Marisa Lamarca y es la que pongo en la fotografía. La más rara es una marioneta que me representa a mi misma. La hicieron hace bastantes años otros amigos con sus propias manos y es una imagen muy aproximada de cómo era yo entonces, cigarrillo incluido. Todas mis marionetas están a la vista, excepto ésta: porque el tiempo ha pasado para ella igual que para mí, y no quiero verla. Me hace pensar cosas extrañas. Nunca he sabido si agradecerles el regalo o no a mis amigos, la verdad. La hicieron de barro, como dios al hombre y a la mujer.

En Titirimundi participan dos compañías aragonesas de renombre internacional: Los Titiriteros de Binéfar y Teatro Arbolé. Precisamente hace unos poquitos días compré en Cálamo un libro editado por Teatro Arbolé, en su colección Librititeros, que estoy leyendo con sumo interés: "Títeres: historia, teoría y tradición", del cubano Freddy Artiles, investigador teatral especializado en el teatro de títeres y para niños. El libro se estructura en tres partes bien diferenciadas: en la primera Artiles traza un recorrido por la historia universal del títere a través de las diferentes civilizaciones y épocas. En la segunda cuenta las formas tradicionales del teatro de títeres, como el Karagoz turco, el bunraku de Japón, las representaciones chinas, los pupi sicilianos o los títeres africanos. Y finalmente, en la tercera parte se centra en cuestiones teóricas y de técnica de manipulación. Todo ello con un montón de fotos muy interesantes. Si os gustan los moñacos, este libro es una gozada.


** Actualización: María Manuela ha recordado en su comentario la canción de Serrat, El Titiritero. Iba a copiar aquí la letra, pero mejor dejo el enlace a Cancioneros.com, donde aparece y podeis leerla.  Hay una versión en un video de Youtube, pero es que es muy mala.

* La primera imagen viene desde la web de Titirimundi.

En camilla por la autopista

En camilla por la autopista

 

 

"El tetrapléjico de Ferrol, José Antonio Navarro, quien fue interceptado por la policía mientras circulaba en su camilla motorizada por una autovía cuando se dirigía a un prostíbulo, ha pedido hoy que se establezcan "más autobuses o taxis adaptados"a minusválidos para evitar incidentes como el que él protagonizó.

Navarro, que padece una discapacidad que afecta al 95% de su cuerpo, fue localizado el pasado viernes por una patrulla de la policía local de Narón cuando circulaba en su camilla motorizada en la autovía AG-64, que comunica Ferrol con la localidad lucense de Vilalba.

Según ha relatado, esa tarde salió del Centro de Atención de Minusválidos Físicos de Sampedro de Leixa, donde reside en régimen abierto desde hace varios años, para dirigirse a un prostíbulo ubicado en las proximidades.

Se equivocó de acceso

Sobre su silla-camilla motorizada, que él mismo maneja con la boca, recorrió varios kilómetros de carretera hasta alcanzar una rotonda en la que, por error, tomó la salida equivocada y se adentró en la autovía. Al percatarse, nada pudo hacer: "Como no podía dar la vuelta para evitar accidentes, tiré todo hacia adelante", ha explicado.

El portavoz de la policía local de Narón, Luis Bodelón, ha indicado que, cuando fue interceptado por la patrulla de la policía, Navarro "había recorrido ya cerca de dos kilómetros" de la autovía ya que, según ha precisado, el vehículo en el que se desplaza puede alcanzar una velocidad de 20 kilómetros por hora.

La patrulla policial desplazada hasta el lugar, se llevó al discapacitado en una ambulancia y, posteriormente, en un vehículo de Protección Civil, y trasladaron su silla hasta el centro en el que reside, donde lo recibieron, recordó, "de cachondeo".

Navarro, que acostumbra a salir diariamente del centro para pasear por las inmediaciones, se ha quejado de lo "lejos" que está del núcleo urbano y de la escasa señalización. Por ello, ha demandado que se establezca una línea de autobuses o "taxis adaptados" para que los internos del centro puedan salir a la calle sin correr riesgos."


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Buena parte de la prensa de hoy se hace eco de la noticia que reproduzco arriba desde El Periódico. Las versiones que he leído son diversas. Esta de El Periódico recalca con intención que el protagonista del hecho se dirigía a un prostíbulo. Seguramente han querido añadir un elemento chusco al tema, puesto que esta noticia aparece en la sección !Vaya Mundo!, junto a esta otra: "Presentado un dispensador de papel higiénico de oro y diamantes valorado en 100.000 euros". Reconozco lo chocante del asunto de la camilla, pero ¡ya les vale!.

El caso es que a mi me da igual a donde fuera este hombre en su original vehículo. Tiene el mismo derecho que cualquiera a ir donde le de la gana. El sabrá. Y con lo que me quedo es con su llamamiento sobre la escasez de vehículos públicos adaptados: autobuses o taxis.

Los autobuses son a todas luces insuficientes y sólo útiles si tienes una ruta muy establecida y a horarios fijos, y aún así hay que hacer lista de espera (por lo menos en Zaragoza). Y los taxis adaptados, -cada vez menos porque ningún propietario de taxi adapta su vehículo sin subvención y éstas escasean,- le salen al usuario por un ojo de la cara, precisamente porque esas subvenciones son esqueléticas. Como son caros se usan poco, y como se usan poco, son caros.

En fin, que al cabo cada cual se resuelve el problema como puede (véase el caso del que partimos). Aunque circular con vehículo adaptado, del tipo que sea, tampoco es fácil, como ya he dicho otras veces. Este hombre, por lo menos, se lo lleva incorporado. Y desde luego hay que alabarle el derroche de imaginación y la destreza en la conducción (aunque esta vez se haya pasado un pelín metiéndose en una autovía).



 

* La foto es de EFE.

¡Me rindo!

¡Me rindo!

 

 

          No me voy de Blogia. Todavía no estoy preparada para ello. Estoy unida sentimentalmente a este alojamiento. Desde él os he encontrado a muchos de vosotros. Así que pienso en irme y me dan las siete cosas. Además Blogia es de aquí, de mi tierra; la han construido gentes de Aragón. Y sé, según me dicen, que sus responsables hacen todo lo que pueden. Pero yo ya no puedo más. Llevo más de un mes soportando que desde el mediodía (hora de España) el Pandeoro se recauchute en el horno, sin que se pueda abrir la puerta más que de casualidad. No volvemos a la normalidad hasta la madrugada. No me parece una situación de recibo para los que venís hasta aquí. Me parece una falta de respeto hacia vosotros. Y de éso me siento responsable. Yo ya sé que no son ésos los parámetros con los que funciona la red de redes, donde priman los condicionantes técnicos. Pero es cierto que en un blog se establecen corrientes de simpatía, de afecto, se comparten opiniones, se dirimen temas, y sobre todo hay alguién que está ofreciendo algo a unos lectores, amigos o no. No puede ser que un día sí y otro también, quien quiera llegar a esta página se encuentre con la puerta en las narices. Yo me siento mal con ello. Aparte de los malos ratos que se pasa intentando subir un post, durante horas, sin llegar a conseguirlo.

          No me voy de Blogia, de momento. He creado un blog paralelo, que tiene el mismo nombre: Pandeoro. Ni es clon, ni gemelo. Porque empieza desde ahora y tiene otra cara. Además todavía no está terminado del todo: faltan enlaces y demás. Pero a partir de ya voy a ir duplicando los post en uno y otro. Así que cuando Blogia dormite, podéis ir a este otro Pandeoro. O directamente allí, como queráis. Ya veré con cuál me quedo al final, o en que acaba este invento de duplicidades. Universos paralelos: cuerda floja.

          Pido disculpas a todos por las molestias.

 

          El otro Pandeoro: http:luisamr.blogspot.com  (pandeoro no estaba disponible: entendí bien a Javier Cuartero).

Una vieja historia - y 2

Una vieja historia - y 2

 

 

 

              Seguía sofocada y algo descontrolada cuando volvía a casa. Se había aventurado a la calle, tan insegura aquellos días, porque necesitaba comprar algún alimento. La comida todavía escaseaba y no era nada fácil encontrar ni siquiera un poco de pan o alguna legumbre. Estaba algo asustada todo el tiempo, pero, aunque su hermana Angelines, casada desde hacía un par de años, vivía cerca, prefirió quedarse sola en casa porque su cuñado no le gustaba demasiado, con aquel bigote pasado de moda y su olor cerrado a anís y coñac. Lo encontraba muy mayor.  Recorrió varias tiendas del barrio e incluso se atrevió a llegar, no sin temor y mucha precaución, hasta la esquina de la Avenida de San José, a los ultramarinos de don Joaquín, donde una vecina le había dicho que tenían todavía patatas y algo de bacalao. Buscó comida para dos, porque sabía muy bien que  los padres de Alonso, lo mismo que  los suyos, no estaban en la ciudad. Aunque los hijos ya habían nacido en Zaragoza, las dos familias eran del mismo pueblo. Los padres de Alonso y Magdalena conservaban la costumbre de volver casi todos los años para ayudar en la siega durante unos días, los que podían, a los hermanos que allí estaban. La tierra seguía siendo para ellos la vida, algo mucho más seguro, después de todo, que el frágil trabajo de la ciudad. En aquella ocasión la sublevación militar les había pillado pues en el pueblo y de momento no había forma de retornar. ¿Por qué hacía aquello Magdalena? No se lo preguntaba en la mañana de finales de julio de 1936, cuando al regresar y encontrarse a Alonso Ríos, como suponía, en el rellano del segundo piso, donde ella vivía, le hizo simplemente una seña afirmativa con la cabeza y él la siguió dentro de la casa.

            Durante varias horas no pronunciaron palabra. Magdalena recorrió el largo y oscuro pasillo hasta la cocina con el aliento denso de Alonso detrás de la nuca. Sin mirarle, dejó las provisiones sobre el mármol y atizó el fuego de la cocinilla que había dejado encendido. Puso un poco del escaso carbón que ya le quedaba para avivarlo. Alonso la seguía, con los ojos ligeramente entornados, desde el quicio de la puerta. Ella dejó sobre la mesa una olla, desparramó un puñado de lentejas y comenzó a separarlas de las piedrecicas y otras partículas que iban apareciendo entre las redondillas legumbres de diferentes tonos. Puñado que tríaba, puñado que caía ruidosamente en la cazuela. Parecía muy concentrada e iba muy rápido, como acelerada. Casi había terminado, cuando Alonso la alcanzó en dos zancadas y le besó en el cuello. En su estremecimiento Magdalena volcó la cazuela, derramando su contenido por el suelo. La ciudad estaba en guerra, el país estaba en guerra, pero el mundo acababa de empezar en la cocina de la casa de Magdalena.  No sabía qué hacer y lloraba con mansedumbre, mientras Alonso la abrazaba por la espalda y la recorría, con sus manos grandes y ásperas de albañil, desde los muslos blancos hasta los pechos temblorosos, mientras ella lo deseaba tanto como deseaba no estar allí en aquel momento. Alonso la volvió hacia él y mordió sus labios, primero con suavidad, de poco en poco, al tiempo que le tarareaba al oído, embarrastronando la voz muy bajita, el estribillo de "los cuatro muleros" una y otra vez, buscándole  a ratos el nacimiento del pelo donde dejaba con brevedad su boca húmeda y tibia. Ella iba enloqueciendo y él la sintió entregada, pero indefensa. Titubeó un momento. Luego calló y la beso muy largo en la boca, llevado ya sordamente por las ganas, desabrochándole con rapidez el ligero vestido de algodón, acariciándola sobre la enagua tan suave. La sentó sobre él con prisa, acomodados ambos en la vieja silla de enea, que había junto a la mesa. No quería interrumpir el juego para buscar el dormitorio. No quería separarla de su cuerpo ni un milímetro. Magdalena no dejó de llorar y no sintió casi nada, ni bueno ni malo, cuando él anduvo por ella adentro sin miramiento. No sabía muy bien qué pensar. Le dejó hacer. Estaba desconcertada y aturdida. Pero quería volver a comenzar porque ya echaba de menos el primer contacto eléctrico de la piel de Alonso y porque quería aprender a amarle hasta el final con la misma locura que la había vapuleado en ese instante inicial de la pasión.

                Durante aquel verano, en verdad, ella aprendió a amarle y fue feliz. Durante aquel verano él fue enamorándose sin querer de aquella mujer, que ni le había preguntado por qué se había quedado a su lado, y fue feliz también, aunque había cosas de Magdalena que no acabaran de encontrar un sitio en sus entendederas. Aquella tarde de finales de julio, después de la comida, en la que no hubo lentejas y en la que no alcanzaron a hablarse todavía porque no hubieran sabido qué decir, volvieron a amarse, completamente desnudos, entre la penumbra buscada de la hora de la siesta, al margen del miedo que todos sentían en esos días, al margen de la historia, al margen de sí mismos. Durante el resto del verano no dejaron de amarse ni un solo día, con tan intensa dedicación que todavía veinte años después Sor María Magdalena veía pasar por su cabeza con total nitidez, escena a escena, entre salves y jaculatorias, azorada, atribulada de nuevo, con el corazón en la garganta y en las sienes, cada uno de los días que vivió junto a Alonso, quien apenas salió de la casa en todo el tiempo, de tal manera que sólo vivía para ella, entregado a la tarea de verla contenta y de inventar nuevos juegos amorosos para ella.

           Durante el resto de aquel verano no dejaron de amarse ni un solo día y  si no fueron completamente felices, con la felicidad de quien vive un único instante, de quien no acumula compromiso ni con su pasado ni con su futuro, no fue por la guerra, - cada día que pasaba más guerra y menos asonada de cuartel,-  puesto que la guerra les brindaba la coartada sentimental y cierta que necesitaban; puesto que ellos contaban sus días en otro calendario.  Fue porque Magdalena empezó a tener remordimientos, a pesar de la coartada, a pesar de decirse cada minuto que nunca había sido tan feliz.  No eran remordimientos por amar a un hombre como Alonso, - tan alejado de sus convicciones y de su vida hasta ese momento,-  pues, en realidad, le había amado toda la vida. Con esa contradicción desavenida habría podido convivir su alma de joven católica, al menos hasta que la pasión se amortiguara, hasta que se desvaneciera la satisfacción de la conquista. Los remordimientos venían respecto a ella misma, y, sí, por su muy aprendida fe religiosa y por el puño con que la amendrantadora educación moral que de sus padres había recibido la atenazaba de noche, hasta que conseguía dormirse. Porque, según iban pasando los días e iba adentrándose en las todas las formas del amor que le enseñaba Alonso, notaba crecer por todos sus poros lo que ella llamó, con gran escándalo de su confesor, el hábito de la concupiscencia, que la lanzaba en brazos de su amante, más que por amor,  por el placer de sentirse a sí misma extrañándose en su propio deleite, tan ajena a todo lo que ella había sido hasta entonces que quizás empezaba a perderse un poco en el vértigo de esa libertad. Además, Magdalena siempre había sido un poco mística en todo.  Pero su confesor no lo entendería en absoluto así, en aquellos tiempos de reafirmación a ultranza de la vida católica en la ciudad, y la conminaría con atronadoras amenazas para que pusiera final a pasión tan ignominiosa. La ciudad entera olía a incienso y resonaban a todas horas las campanas y las oraciones, las arengas y las banderas, que sólo descansaban cuando se anunciaba un bombardeo, que no siempre ocurría. En este mar, Magdalena nadaba a contracorriente. Magdalena había descubierto el amor a destiempo. La ciudad se había vuelto en contra suya y ella se angustiaba cada vez que salía a la calle, sola.

               El día tres de septiembre Magdalena, por fin, confesó antes de la misa que en El Pilar se celebró al cumplirse un mes del milagro que dejó sin explotar las bombas arrojadas sobre el templo. Había gran gentío y después de la misa procesión solemne. Aunque Alonso nunca hasta entonces había querido tomarse muy en serio sus manías religiosas, como él las llamaba sin hacerles mucho caso, aquel día le pidió que no fuera a la misa ni a la procesión. Era como si la mujer que le amaba y a la que él, sin saberlo muy bien, amaba ya, también le estuviera traicionando. Porque casi todos los que iban a celebrar aquella dramaturgia podrían denunciarle llegado el caso, o incluso darle muerte, si en tal tesitura se vieran. Y si supieran que ella era su amante, también ella correría igual suerte. Una guerra es lo que es. Eso le dijo un momento antes de que Magdalena atravesara con su alfiler de nácar la mantilla de blonda con que cubrió su cabeza para salir. Y se lo dijo, más que por convencimiento intelectual de lo que expresaba por su boca, llevado por la desesperación que empezaba a sentir, pues cada día se había hecho más elocuente la tribulación de Magdalena, cada día se había hecho más claro que no tardaría en pedirle que se fuera. Alonso, como un niño grande que sólo quería conservar lo que le hacía bien, hubiera podido pasarse toda la guerra encerrado en aquella casa, cuidado y mimado por aquella mujer, amándola en un mundo sin raíces. Amándose ambos sin más. No sería posible. Como dejaron de serlo muchas otras cosas en aquellos días. Cuando Magdalena se alzó del confesionario, acunada por los cánticos de alabanza que hacían levitar la basílica entera del Pilar fue como si de un sueño pasara a otro completamente diferente. El mundo se abría a sus pies y un gran abismo negro y angustioso le atenazaba todo su ser.

             Oyó misa, olió incienso y cera derretida, oyó cantos, oyó todo lo que andaba buscando oír para hacerse fuerte y echar de su vida a Alonso, para convencerse de que su amor no era bueno, de que era necesario huir de aquel recinto de placer y amor en que su casa y su alcoba se habían convertido en los últimos tiempos.  Terminó de convencerse de que era culpable. Y Alonso, aún más culpable que ella, que le había amado con la pulcritud de la adolescencia y ni siquiera se atrevía al principio a mirarle abiertamente. El la había atraído hacia el pecado, la había encantado como una serpiente, se había aprovechado de su ingenuidad, de su amor por él. La había embrujado y no había sido más ella. Cuando terminó la procesión, bien entrado el mediodía, Magdalena era ya más Sor María Magdalena del Perdón que la muchacha que había sido amada al alba de aquel mismo día, por última vez, por el hombre al que ella había adorado en secreto desde que era una niña. Y no obstante, ahora, convertido terriblemente en su cabeza en un demonio que la aniquilaba, angustiada por la tortura de sus sentimientos, no hubiera dudado en empujarlo hasta la misma cárcel y echar ella misma los cerrojos y arrojar la llave bajo la corriente del Ebro, en su pozo más hondo. No regresó a su casa. Fue a donde su hermana y, llorando y entre ahogos, le contó durante toda la tarde sus andazas de las últimas semanas, como en un exorcismo.

               Alonso fue inquietándose conforme pasaban las horas y Magdalena no regresaba. Estaba asustado porque, aunque la ciudad se había ido calmando en los últimos días,  teniendo en cuenta las circunstancias, -y las circunstancias eran una guerra-, había calles donde sonaban los fusiles de repente, en las que cuadrillas de soldados o civiles arrastraban a algún preso, en las que se oían voces como truenos, en las que caía el silencio luego como una losa ante una cueva. Aquella noche, a primera hora, Alonso llevó a cabo el único acto de valentía de toda su vida, puesto que, despreciando el riesgo que corría, se lanzó a la calle en busca de Magdalena, lleno de angustia por su tardanza. Lo hizo sin pensar y sólo en ese momento de desconcierto, cuando su corazón marchaba a mil por hora, sintió de veras -como en un acto de revelación inconsciente-  cuánto amaba a Magdalena, cuánto se le había enredado aquella mujer por los centros. Sabía la dirección de Angelines, la hermana de su amante, porque ella misma se la había hecho memorizar un día, por si acaso. Allí se fue, con la esperanza, no tanto de encontrarla en esa casa, como de que su familia le ayudara a buscarla. Sólo pensaba que alguien les había delatado y que la habían cogido presa.  Alonso sabía lo que había sucedido, desde los primeros días de la sublevación con muchas mujeres, compañeras ellas mismas o esposas  y novias de compañeros huidos de la ciudad.  Llamó sin miramiento a la puerta de Angelines, quien le dijo sin tapujos que Magdalena estaba allí, que no quería verle, que le había contado todo lo que había pasado, que no le iba a dejar entrar, que él era un ruin, un sinvergüenza, un ateo sin moral ni sentimientos, que se había aprovechado de una pobre niña sola. Cuando Alonso intentó apartar a Angelines y colarse en la casa, se topó con el marido de ésta, que pistola en mano le golpeó en la cara y le sacó de un puntapié a la calle, y mira que no te denuncio, no sé por qué, pero lárgate aprisa porque a lo mejor todavía me lo pienso y mañana subes en un camión para Torrero.

              Veinte años después, a principios de julio, Alonso Ríos había vuelto al barrio. Había enterrado a su madre en el mejor coche fúnebre y en la mejor tumba. Había mandando limpiar el piso, había llenado la despensa, y se había instalado solo en él, dejando a la puerta del edificio uno de los poquísimos automóviles que había por allí. Nadie le dijo nada. Fueron todos al entierro de la madre como a un acto oficial. Al cabo, Alonso era ahora un puesto importante del Sindicato del régimen y nadie podía negarle el derecho de volver a su casa, aunque hiciera años que apenas venía por allí, sólo alguna vez a ver a su madre, viuda ya desde el final de la guerra, si bien por causa de la enfermedad del corazón que padecía el padre de Alonso, que no aguantó el sufrimiento de esos años, el pobre, como decía su madre, Marcelina. Pasados unos días del entierro de ésta, los vecinos empezaron a acostumbrarse a tratar a Alonso con normalidad, por lo menos en su presencia.  Si le criticaban, sería a sus espaldas, como a todo el mundo. Hasta el propio marido de Angelines, que lo había seguido viendo a veces todos estos años en el Sindicato, le daba conversación en la escalera, cuando iba con su mujer a casa de su suegra. Y eso que no le caía bien, como no caen bien los chivatos ni los delatores. El marido de Angelines había sabido hace años, pues todo se acaba sabiendo, que aquella noche, después de que él mismo lo empujó a la calle, Alonso no acudió a buscar refugio entre sus compañeros. Llamó a un sargento de la policía que conocía un poco por las manifestaciones, huelgas y otros asuntos de la federación y ofreció un trato. No quería salir de la ciudad. Era un cobarde. O quizás no podía pensar en alejarse tanto de Magdalena. No era capaz de entender que ya nunca la vería. Quizás, orgullosamente, no soportaba sentirse relegado, rechazado. Quizás no pudiera admitir aquel absurdo de la renuncia a un amor que empezaba apenas a crecer y que a él se le había quedado dentro, seguramente porque Magdalena era la única mujer que le había amado entregadamente, en serio. Quizás porque sabía que Magdalena le había querido siempre, a pesar de todos los pesares. Era necesario conservar todavía la esperanza de recuperarla. Algunos de sus amigos y camaradas sufrieron el precio de esta locura de amor, cuyo aliento todavía nublaba la mirada de Sor María Magdalena del Perdón, de letanía en letanía, mientras cosía camisitas para los niños del hospicio Pignatelli. Mientras estaba segura de que Alonso Ríos había vuelto a esperarla y que se quedaría pegado a la sombra de la curva de la escalera hasta que la viera ascender por ella.




*La fotografía corresponde al Coso zaragozano en los años treinta.

 



Un vieja historia -1

Un vieja historia -1

 

 

               Hace pocó más de un mes  la Revista Narrativas, conducida sabiamente por Carlos Manzano y Magda Díaz y Morales, me publicó este cuento. Sé que algunos lo leistéis allí. Os agradezco vuestra atención y vuestras palabras. He vuelto a acordarme estos días del cuento con cierta insistencia, no sé por qué. Así que lo recolocó ahora aquí y lo troceo un poco, en varias entradas, para que sea más liviana la lectura en pantalla.



A nuestras madres y abuelas



            Cuando sor María Magdalena del Perdón escuchó de labios de su madre, Pabla, y de su hermana, Angelines, que Alonso Ríos había vuelto a instalarse en el barrio, en la misma casa de su madre donde vivió de joven, quedó primero demudada y blanca, mucho más blanca de lo que ya era su piel alabastrina, tan transparente que sus dos interlocutoras vieron con claridad cómo, enseguida, su sangre toda afloraba de golpe a la superficie de su cara, lo único visible que el hábito dejaba de su cuerpo, a excepción de las manos que aún eran las de una niña. Pero sor María Magdalena ya no era una niña.

            Tampoco era ya una niña a finales de julio de 1936, aunque entonces tuviera apenas dieciocho años y un recuerdo muy nítido de Alonsito, aquel guapo crío moreno, de ojos azules y orejas ligeramente de soplillo, que llevó pantalones largos antes de hora porque le dio la gana y que vivía en el principal. A ella la hacía rabiar amargamente cada vez que tropezaban en el patio de entrada de la casa, levantándole las faldas y echando luego a correr. Cuando más se enfurecía era cuando Alonsito Ríos corría en dirección a la calle, porque allí, en la puerta, le aguardaba el grupo de granujas con los que se juntaba.  Alonsito se zambullía en los brazos de sus amigos de un salto y se reía de ella, cerrando y abriendo las manos y extendiendo los dedos recontando  las veces que ya había conseguido tocarle el culo. La niña que luego fue sor María Magdalena del Perdón no podía evitar oír cómo atronaban las carcajadas y los gritos de júbilo, mientras lloraba escaleras arriba y se detenía antes de entrar en casa hasta que el llanto cesaba, para no tener que pasar por la vergüenza de dar explicaciones. No lloraba porque Alonsito le hubiera levantado la falda y rozado las nalgas. Lloraba por la manera tan distraída y prepotente en que lo hacía, por la despreocupación con la que marcaba la muesca que contabilizaba la pieza reconquistada tantas veces. Porque Alonsito a ella le gustaba mucho y no quería que le gustase. Porque no dejaba de gustarle, a pesar de la humillación. Ya lo repetían ahora en la sala de visitas su madre y su hermana: ese hombre siempre había sido, desde pequeño, tan simpático como canalla y desahogado, un vivalavirgen sin remedio, un baldón para su familia y una pena muy grande para su madre, que nunca le cerró la puerta a pesar de las buenas razones que había tenido para ello. Y, aunque es cierto que con la guerra cambió bastante, a saber cuánto mal no habría dejado hecho los años de antes, sentenció doña Pabla. Un impío, sin duda, abundó Sor María Magdalena del Perdón, mientras procuraba recomponer el rostro circular y ocultar los recuerdos en lo más profundo de su corazón. Un mal hijo de Dios, añadió, que no es digno de que ni siquiera nos acordemos de él. Un ateo pecador. Y esos no cambian, madre. No me gusta que vengáis a esta santa casa con chismes de gente de semejante ralea, ofendemos al Señor con sólo mencionarlo. Doña Pabla atribuyó el enojo de su hija al decoro de su condición de religiosa. Pero Angelines, que sabía más y que había sacado el tema muy a propósito, también se alarmó ante la ira desentonada y ante la lividez arrebolada de su hermana. No pensó que al cabo de veinte años ella fuera a alterarse tanto con la sola mención de aquel nombre. Cambiaron pues de conversación, intentando ahora resolver con atinado criterio los dramas matrimoniales de la pobre prima Elvira, a la que Sor María Magdalena casi ni recordaba y cuya vida le movía compasión, aunque no  comprensión, alejada como estaba de la suya propia en tanta y tanta disímil circunstancia: un marido flojo, decían, hijos, trabajos a destajo en porterías pobres y casas de costura, vida sin tiempo y poco alimento, que costaba mucho ganarlo en aquellos años tristes y embrutecidos de la posguerra. A su hermana Angelines la miraba con más atención y siempre le preguntaba por el cuñado y los sobrinos, que nunca iban a verla ya, porque los jóvenes, ya se sabe, andan a lo suyo, sobre todo si son chicos y mi Antonio tiene el pobre tanto quehacer, de aquí para allá, siempre con su camioneta. El niño mayor tenía ya novia, una chica muy formal y decente y muy cariñosa. Doña Pabla y Angelines habían escrito a la madre de la chica, viuda de guerra y dueña de una mercería, donde Isabelita, la novia, despachaba también, invitándola a comer un domingo a casa. Así que Antonio, hijo, e Isabel, en cuanto consiguieran el traspaso de un piso que esperaban, no lejos de la mercería, seguramente se casarían ya, porque el chico tenía igualmente buena colocación en el taller donde trabajaba. Casi nadie podía decir lo mismo en estos tiempos que vivimos, concluyó Angelines, antes de despedirse de su hermana, sor María Magdalena, en el patio de la entrada del convento: hasta dentro de quince días. Dios os acompañe.

            Todos somos dueños de nuestro pasado, aunque a veces no lo parezca. Sor María Magdalena del Perdón había encerrado bajo siete llaves una buena parte del suyo. Sabía muy bien cómo tenerlo a raya. No sólo aquella parte de su pasado que el confesor hubiera reconvenido severamente.  También las otras cosas, las que a pesar de toda la vocación con que vivía su vida de  convento, le causaban un angustioso tedio interior, largo como la sombra de un ciprés y áspero como la lija con que fregaba la madera del suelo de la iglesia, cuando le tocaba, una vez a la semana. Siempre había solicitado los trabajos más duros, porque prefería el cansancio físico y la rutina conocida. También le gustaba mucho bordar y durante el rosario vespertino, que se dilataba en salves cuanto tiempo fuera necesario, cosía, junto a otras hermanas, canastillas de bebés y ropillas para niños más mayores del hospicio Pignatelli.

            Después de la visita de doña Pabla y Angelines, Sor María Magdalena se dirigió al cuarto de costura a la hora acostumbrada, las cuatro de la tarde, y se acomodó en su silla, junto a su costurero, bajo la ventana que daba al patio de los magnolios. Hacía calor. Volvía a ser julio, veinte años después. Alonso Ríos subía la escalera con tanto sigilo y tan pegado a la pared enroñosada que, en la penumbra de la primera hora de la mañana, ella al principio ni se percató de él. Se lo topó de frente y, como ella estaba un escalón más arriba, quedaron mirada contra mirada un instante, hablándose casi boca contra boca al solicitarse mutuamente disculpas. Hacía un par de años que Alonso Ríos casi no aparecía por allí. Era algo mayor que ella y desde que había empezado a trabajar en la construcción se había ido alejando de la casa paterna poco a poco, viviendo su vida a su manera.  Ahora era un hombre joven, bastante guapo y más inconsciente, como siempre lo había sido. Se había convertido al anarquismo picado por aquella parte fácil del amor libre entre unos y otras y sin tramoyas sociales, como le insistió a ella durante aquellos días tantas veces, y también porque en la construcción en Zaragoza se trabajaba poco, si no se era del sindicato. Con pasmosa facilidad había sustituido en su jacarandosa cabeza la creencia en la vida eterna de su educación infantil por la fe en la posibilidad de un paraíso libertario, que a él se le antojaba la más perfecta felicidad, ya que eliminaba en su cabeza cualquier idea de responsabilidad individual por su parte. Su futuro comunismo libertario era algo así como un mundo infinito por el que transitar trabajando poco, disfrutando mucho y gozando con muchas mujeres de razas diferentes. Su teoría era que como entonces todo el mundo habría de ser igual, todos tendrían que trabajar y por lo tanto cada uno tocaría a mucho menos trabajo que ahora, cuando había tantos y tantos que arrimaban poco el hombro y algunos más bien nada, nada. No pensaba más. Pero Alonso Ríos caía en gracia, con la gracia de los desvergonzados, y en el sindicato preferían dejarle a su aire.  No podían contar con él para un compromiso serio y constante, pero nunca  se negaba a colaborar en las acciones para las que fuera requerido, desde la organización de una huelga, - aunque no le gustaban luego los enfrentamientos violentos,- hasta el reparto de octavillas, o cuando había que tratar con algún personaje incómodo o peligroso. El vivía permanentemente como en una película de aventuras, que eran las que más le gustaba ir a ver al cine, cuando tenía dinero para hacerlo, especialmente al Monumental Cinema, que había abierto hacía ahora tres años y era, desde entonces, su preferido por las sesiones dobles y a buen precio. Con el imperturbable arrojo característico del que no analiza el alcance de sus acciones, acudía esa mañana, en la que se lo encontró Magdalena en la escalera, a la casa de sus padres, creyendo que ellos le protegerían y le ocultarían. Llevaba diez días de escondite en escondite, cada vez más incómodo y cabreado. Quería estar tranquilo, aguardar sin tanto sobresalto a que pasase esta tormenta de verano.  No había intentado, como la mayoría de sus compañeros que conseguían escapar a la represión de los sublevados, salir de la ciudad para alcanzar las columnas que, se decía, venían desde Barcelona. Como muchos, al principio, estaba convencido de que aquella algarada, decía, de los militares terminaría pronto y, de alguna manera, con un acuerdo entre unos y otros contendientes, - al fin y al cabo burgueses todos, como bien repetía Blas Antunez, uno de los líderes de su federación,- para seguir jodiendo a los de siempre. Por otra parte, lo de luchar contra un ejército y pegar tiros no le atraía lo más mínimo. Durante aquellos días, Magdalena le dijo una vez que más  parecía un gachupino hijo de papá, de esos que acuden todas las tardes al baile del restaurante Ruiseñores, que un obrero de la construcción crecido en aquella calle del barrio de San José, en la que se habían vuelto a reencontrar. Magdalena pidió perdón y, aunque lo reconoció al instante  -¿cómo no iba a hacerlo?-  echó escaleras abajo atropelladamente, muy nerviosa, recordando de golpe todas las veces que Alonso Ríos le había tocado el culo.

(...)

* La fotografía corresponde al Paseo de la Independencia, en Zaragoza, hacia la época en que transcurre el relato.

Ñ

Ñ

 

 

          Estoy un poco cansada de sufrir este acoso a la “ñ”. Desde hace años me veo obligada constantemente a cambiar de identidad y eso me parece, incluso, anticonstitucional. No se trata sólo de las direcciones de correo electrónico o de las direcciones “url”. En muchos documentos electrónicos, o impresos en papel –puesto que éstos ya devienen del original electrónico-, me encuentro mi apellido alterado, apocopado, roto por la mitad en el peor de los casos. Mi primer apellido es Miñana, ¿y qué?, debo encararme constantemente con el informático que me dice que no puede darme esa dirección de correo –de sobras lo sé-, o con el mismo servidor “poco inteligente” que no sabe traducir a ceros y unos mi “ñ”. ¡La “ñ” es mía, caray! Bueno, ¡y de otros muchos que sé que tienen el mismo problema!. Y  es que no me apetece llamarme Minana, Minnana, Miana, Miniana -¡je!-, Minyana (que me disgusta menos porque se parece a Minaya –ya sabes Mima-),  o lo más drástico… ¡Mi/ana! Y además, ¡nunca igual! Y aunque lo fuera. Es que me llamo como me llamo, y punto.

 

         Ya sé que la culpa no es de los ceros y los unos, capaces de desintegrar e integrarlo todo de nuevo como si nada (¡qué fascinación y qué miedo me han producido siempre los milagros!). Sé que si a los ceros y los unos les hubieran dicho al principio del bing-bang informático que existía la “ñ” no pasaría nada de lo que ahora pasa. ¡Porque bien que saben que existen la “w”, que en castellano se utiliza poco más que para decir “water”! La culpa la tienen las puñeteras bases de datos anglosajonas con las que nos han clasificado a todos. Renglones torcidos que parecen tener mal arreglo.

 

         En fin, pensaré que de esta manera siempre conservaré un trozo de mi alma preservada de la influencia dominante-imperante: salvada por la “ñ”.

 

         Y en fin más, todo esto, viene a cuento de que estoy intentado abrir un blog nuevo, de momento paralelo. De momento en mantillas. Ya os lo contaré si al final emigro. Quiero a Blogia, pero Blogia me mata. Casi tanto como mi “ñ” perseguida.




          *(La imagen corresponde a la representación de la obra infantil "Ferdinando" en la madrileña sala alternativa de teatro TRIBUEÑE, y está tomada en préstamo desde la página del Mundo.es/Metropoli)