Federico
Verte desnuda es recordar la Tierra,
la Tierra lisa, limpia de caballos.
La Tierra sin un junco, forma pura,
cerrada al porvenir: confín de plata.
Verte desnuda es comprender el ansia
de la lluvia que busca débil talle,
o la fiebre del mar de inmenso rostro
sin encontrar la luz de su mejilla.
La sangre sonará por las alcobas
y vendrá con espadas fulgurantes,
pero tú no sabrás donde se ocultan
el corazón de sapo o la violeta.
Tu vientre es una lucha de raíces,
tus labios son un alba sin contorno.
Bajo las rosas tibias de la cama
los muertos gimen esperando turno.
Esta es la Casida IV, que lleva por título "De la mujer tendida", incluida por Federico García Lorca en el "Diván del Tamarit", un espléndido libro, no tan nombrado como "Poeta en Nueva York" o "Romancero gitano", pero clave para entender la iconografía, el mundo emocional y telúrico de Lorca.
Hacía tiempo que no releía a Federico. Siempre, desde la adolescencia, Lorca fue Federico. Aleixandre era el Aleixandre susurrado de Wellingtonia, como Cernuda era el romántico que nos ligaba a Europa, o Alberti, Rafael Alberti, el que volvía a casa y adorábamos por los teatros. Lorca era Federico. Ya legendario ahora, ya enseguida como de la familia. Cuando en las conversaciones de bares, de parques, de pasillos en la vieja Facultad de Letras, hablábamos y hablábamos, y nos deshacíamos en ganas de desmenuzar el imaginario lorquiano, las pasiones lorquianas, el arte lorquiano, sólo decíamos: porque Federico... Había más, bastantes más poetas pegados en nuestros talones. Pero Federico era "el poeta". Hoy sé que añadiría cosas a aquella visión y a aquel sentimiento de adolescente y de jovenzuela, cosas que seguramente vuelven mucho más terrenal al ídolo. Pero también sé que dos de mis experiencias más preciosas y precisas con la literatura, se las debo a Federico.
La más antigua fue la adquisición de "Doña Rosita o el lenguaje de las flores", en la colección Clásicos de Austral, de color rosa. Bajé desde mi barrio fronterizo de Colón, entre San José y Torrero, a la Librería General a comprarlo, por recomendación de mi profesora de literatura, cuando le pregunté qué podía leer de Lorca. Empieza de momento por esto, me dijo. No sé, tendría trece años, creo. En aquella clase se leía bastante en voz alta. Y se leyó a Lorca en varias horas: La Zapatera Prodigiosa. Me quedé con las ganas, claro. La Librería General estaba entonces, si no recuerdo mal, casi pegada a la Plaza de España de Zaragoza, por donde anda hoy un concurrido Café. Lo compré con emoción, aunque el dependiente se extrañara, recuerdo. Y comencé con emoción a leerlo ya mientras volvía a casa. Tan distinto a Dickens..., decía yo, en aquel momento en que acababa de zamparme, llorando a moco tendido en mi cuarto, "Oliver Twist". El mundo se ampliaba a pasos agigantados. El lenguaje lorquiano me dejó de un aire.
Unos años después fue, cuando, ya estudiante de Historia en esa Facultad de Letras, cuyo edificio hoy se tambalea e inevitable referente siempre, durante varias sesiones vespertinas, Rafa, Lope y yo misma nos dedicamos, sentados invariablemente en la misma mesa de un bar cutre -con solera, decíamos- de la calle Heroísmo, a desmembrar cuanto pudimos el "Romance sonámbulo". Nos agotó. Era para nosotros un mundo inabarcable, cada vez más hondo, más cuajado de iconos, propuestas y sentimientos que se entrelazaban, que se abrían unos a otros como puertas a campos batallados, que se llenaban de signos, de fuerzas naturales, de tragedia. Desentrañar las metáforas lorquianas nos agotó. Y no dejo de temblar todavía al recordar aquellas tardes, aunque hoy vea ya de otra manera toda esa iconografía.
Seguramente le deba a Federico mi convicción de que la literatura no puede separar pensamiento y emoción y honestidad. Perogrullo, me diréis. A menudo no lo es tanto.
Sólo una cosa más. Tengo una espina gigantesca. Nunca he visto una representación de "El Público". Me perdí la de Lluis Pasqual y creo que nunca me lo perdonaré.
Hay una raíz amarga
y un mundo de mil terrazas.
Ni la mano más pequeña
Quiebra la puerta del agua.
¿Dónde vas, adónde, dónde?
Hay un cielo de mil ventanas
-batalla de abejas lívidas-
y hay un raíz amarga.
Amarga.
Duele en la planta del pie
el interior de la cara,
y duele en el tronco fresco
de noche recién cortada.
¡Amor, enemigo mío,
muerde tu raíz amarga!
Este último poema se llama "De la raíz amarga", y es la Gacela VI de "Diván de Tamarit".
* María Manuela ha subido un post sobre imágenes, recuerdos y fotografías. Recuerdos. Ella dice que le habrá dado por ahí porque es su cumpleaños. Así que sirvan estos otros recuerdos como muy cariñosa felicitación por mi parte.
9 comentarios
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Luisa -
Un beso.
Luisa -
Un beso grande para ti.
laMima -
Leer a Lorca es una delicia, si señora, y me gusta esa observación acerca de la literatura: aunar pensamiento, emoción y honestidad.
Ah, que bueno esto de los libros.
Besicos.
am -
un beso, luisa
Luisa -
Las telúricas imágenes lorquianas, como las que traes, son tan ricas, tan emocionantes... Yo he sentido tanta emoción o más simplemente leyéndolas, como cuando intento desentrañar la visión real de la que parten, que en muchos casos existe. Y es de ponerse siempre los pelos de punta: inabarcable.
Me alegro de que hayas disfrutado con el Diván del Tamarit.
Besos pour toi.
Ybris -
Pero no podré olvidar el impacto de aquel
"Ajo de agónica plata
la luna menguante, pone
cabelleras amarillas
a las amarillas torres."
que me hizo estremecer cuando uno se creía inconmovible.
Me alegra poder volver al "Diván del Tamarit" tras una temporada en que no lo hacía.
Besos.