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pandeoro

El autobús

 

Primero le gustó esa voz que armaba las palabras desde adentro y las arrastraba en tonos graves, aunque de color naranja. Cuando lo oyó al llegar a la parada del autobús aquella tarde de pasado ya mediados de septiembre, un zigzagueo paralizador le recorrió la espalda, como un aviso premonitorio. No había demasiado tráfico a esa hora. Era aún temprano  para la salida de las oficinas o el cierre de los comercios, y los escolares todavía permanecían de fiesta por las tardes. Un relativo silencio le permitió distinguir que la voz no se expresaba en castellano y, cuando se colocó a su altura debajo de la marquesina de la parada, alcanzó a comprobar que el idioma extranjero era el italiano. Tan dulce y descortés a un tiempo. Por detrás de las gafas de sol, llevó los ojos a un lado y vio un cuerpo agitarse entre risas algo descalabradas, y ese cuerpo también le gustó. Lo mismo que el rostro alargado, moreno estival, medio rasurado en una irregular barba rubia como a matojillos, con unos ojos que igualmente se ocultaban tras unas lentes oscuras y que por tanto no podía ver, sino tan sólo imaginar. Le hizo gracia el pelo anclado en una coleta que le latigueaba la espalda al ritmo endiablado de la conversación y le molestó la algarabía casi estridente con que estallaban las palabras en la boca del chico rubio y en las de sus dos interlocutores. Se sentía casi asediada por la vehemencia con que se robaban la iniciativa y por la frescura que alimentaba todas las chanzas. Tanta complicidad la expulsaba de la escena, a pesar de que estuviese físicamente allí mismo compartiendo espacio y un sol abrasador, a escaso medio metro del chico rubio, el más cercano a ella. No podía evitar mirarlos y escuchar. No podía desviar su atención ni dejar de introducirse en el juego de tres que se desarrollaba delante de ella, ajeno a ella, aunque ya se sintiera más parte del juego que meramente observadora. La conversación era bastante banal y eso, no sabía por qué, la irritaba. ¿Qué debería esperar en una tarde bochornosa de final de verano, en una parada de autobús condenada al sol, de tres personas alegres, presumiblemente de paso, quizás incluso de vacaciones, en un país extraño, y aparentemente en momentos de total asueto para ellas? Tenía ganas de recriminarles su desbordada actitud. Sus conocimientos de alumna avanzada de italiano se lo hubieran permitido. Sin embargo se contuvo y aguantó el tirón. El autobús estaría al llegar. Se colocó en un oído un auricular de su reproductor de música e introdujo algo más de distancia respecto a los tres italianos que seguían ignorándola. Lo que realmente le molestaba era la indiferencia del chico rubio. Se apoyó contra el poste de la marquesina, cruzó los pies y taponó el otro oído con el segundo auricular. Fue inútil. Su curiosidad y su ansiedad eran más fuertes que su orgullo. Con un gesto de desagrado, guardó en su bolsa de colores el reproductor de música y entonces percibió un leve giro de cabeza del chico rubio. Creyó ver en sus labios la ráfaga de una sonrisa que no podía ir dirigida a ella,  aunque le daba igual. Recompuso su esqueleto ante la llegada del autobús y avanzó, midiendo los pasos, delante del chico rubio y de la pareja que lo acompañaba. Movía sus piernas despacio, procurando que la caída del vestido se pegara a las caderas y el borde de la tela que llegaba a sus tobillos ayudara a remarcar las acompasadas ondulaciones de su breve desfile hasta el interior del autobús. Era consciente de que ese vestido le favorecía. Mientras saltaba a la plataforma del autobús, estirando su cuerpo, dejándolo un segundo como suspendido en la atmósfera, oyó a su espalda la risa de la chica italiana y cómo llamaba por su nombre a uno de los chicos casi gritando. ¡Enzo!. Le pidió que pagara el importe de los tres viajes. Ella se quedó al principio del autobús y pudo ver que Enzo era efectivamente el chico rubio. Los tres italianos siguieron hasta la zona media, esa que tienen como de acordeón estos vehículos de doble cuerpo, y se acomodaron allí continuando su buena cháchara.  Ella los siguió. Frente por frente, miraba a hurtadillas esperando tropezar con los ojos de Enzo, ahora desprovistos de las gafas oscuras. Como para corresponderle, ella también se quitó las suyas y las colgó del escote, acentuando así su  pronunciación. El autobús no iba demasiado lleno. No mediaba nadie entre ella y los italianos. Pero, Enzo no la miraba. Ella se impacientaba. Sin saber muy bien qué pretendía hacer, se sacó de la cabeza la ancha diadema que le sujetaba la melena y se la anudó a la muñeca, mientras atizaba ligeramente el pelo y lo colocaba bien sobre los hombros. Enzo no la miraba. Seguía riendo con sus amigos, charloteando ahora sobre anécdotas y gentes completamente inexistentes para ella. ¡Qué le importaba todo eso!. Enzo tenía los ojos marrones claros, casi amarillos, como el ámbar, y sendos hoyuelos junto a las aletas de la nariz que se le veían sólo cuando sonreía extensamente. Deseaba que por lo menos la mirase una vez. Sólo una, mientras sonreía. Observó un poco el exterior por la ventana, sin levantar del todo, no obstante, la mirada del grupo.  No podía dejar de preguntarse cuál era la relación de la chica con cada uno de los dos chicos. En algún momento le parecía que hubiera mayor intimidad y complicidad con el chico que no era Enzo. Sin embargo, pensaba todo el tiempo en la posibilidad de un trío. Incluso en que hubiera habido dos historias sucesivas de la chica con cada uno de los chicos. Empezó a sentir una cierta desazón, un rebullir de celos, que la descolocaban respecto a sí misma, puesto que eran ciertamente inmotivados. Enzo seguía sin mirarla. Cuando menos, no estaba sucediendo ese instante mágico conjurado en que sus miradas tropezasen en medio de la inmensidad del autobús. Ella tenía que bajarse en la Plaza San Francisco. Faltaban dos paradas.  La incomodaron bastante unos adolescentes escolares que subieron al autobús como si se encaramaran a un árbol, extendiendo por el suelo sus mochilas y prendas, montando un improvisado campamento. Venían de un entrenamiento. Los italianos les rieron las gracias. A ella casi ya ni le importó. Pero no le gustó que Enzo rompiera la fina tela de araña sobre la que hacía equilibrios desde el momento en que los encontró en la parada del autobús. Enzo seguía sin mirarla, la ignoraba y, sin embargo, había confraternizado automáticamente con los torpes chavales de quince años e incluso ahora les preguntaba en un español raro por el Real Zaragoza, cuyo equipamiento vestía todo el grupo, iniciando sin más una divertida y caótica conversación en enrevesados términos futbolísticos de la que ella estaba definitiva y drásticamente excluida, dados sus nulos conocimientos del tema y su total desinterés por el mismo. Un fallo, se dijo, porque podría haber aprovechado la dicharachera camaradería creada para llamar la atención de Enzo. De todas formas, ya no quería  llamar su atención. Quería que él se fijara en ella llevado de un fatal destino y luego despreciarlo. Hubiera querido que él se sintiera perdido en medio del mundo, puesto que ella ya se preparaba para abandonar el autobús y él había sido tan estúpido como para desaprovechar la única ocasión de ser feliz que iba a tener en la vida. Ella lo sabía. Sin embargo él había sido tan tonto como para no verlo. Cualquier gesto llegaría ya tarde. El viaje de ella terminaba, el tiempo disponible tocaba a su fin.  Los chavales y los tres italianos intercambiaban gritos y eslóganes deportivos alusivos a los distintos equipos que contaban con sus dispares simpatías. Y reían. Ella les sonrió a todos y cruzó por el medio del recrecido grupo para poder alcanzar la puerta de salida, mientras disponía su bolsa de colores en bandolera, sin dejar de mirar a ninguna parte en realidad, sobrevolándolos. Aterrizó en la plaza. Un estudiante la atropelló sin querer al acelerar para llegar al autobús. Ella se disculpó y atisbó cómo el autobús se llevaba a Enzo. Quería comprar una revista sobre libros, que frecuenta con devoción mensual, así que se acercó al quiosco y husmeó un poco. Pacho, el quiosquero, la conoce bien y le dio un poco de esa buena conversación que administra con sabiduría para sus clientes. No mucha, porque ella andaba todavía como suspendida entre dos dimensiones y no le hizo demasiado caso. No quería terminar de regresar todavía. Las sensaciones que tenía le provocaban una leve y controlable borrachera. Le agradaba. Y caminó despacio, hojeando la revista, sintiendo que sus movimientos desplazaban el aire lo justo y pensando que le iba a ser difícil concentrarse para estudiar. Todavía no había necesidad. Era la primera semana de clase. Lo hacía porque le gustaba preparar los temas con tiempo y leer diversa bibliografía. Sin embargo, había perdido el impulso sesudo que la hizo quedar con  Diego, su amigo ahora después de haber sido su amante pasajero. Le invitaría a una cerveza y hablarían un rato. No de lo que acababa de sucederle. Nada, en realidad. Diego estaría ya en la biblioteca, guardándole sitio. Pero, antes de alcanzar la escalinata de la entrada, escuchó con sobresalto los pasos a la carrera que se acercaban a ella y el grito, casi sin aliento, de Enzo  y su mano presionándole el brazo para que se volviera hacia él. Y ella se volvió.

 

*El autobús es un cuento que la Revista Narrativas, publicó en su número 3, y que ahora quiero dejar aquí.

4 comentarios

Luisa -

Gracias, Maga ¡tú si que eres guapa y talentosa! En serio, muchas gracias por tus apreciaciones y tus juicios, aunque ya sabes que una sólo hace siempre lo que puede. Esa es la verdad.

Magda -

Y que me encantó cuando lo leí, Luisa.

Eres muy talentosa, narradora y poeta, ¡vaya belleza!

Luisa -

Sí, extraño deseo, extraño encuentro. Efectivamente, las apariencias engañan. La realidad tiene vueltas de tuerca que a menudo nos sorprenden. ¿El deseo es más fuerte que el azar? o ¿el deseo es nuestra puesta en un juego en el que el azar nos quita y nos da? En cualquier caso, en toda vida es parece posible que exista un segundo en el que... Gracias Ybris por tu lectura. Un beso.

Ybris -

Extraño deseo compartido de un encuentro: uno deseado, otro ignorado. El final sorprende.
Quizás una señal de que la realidad supera las apariencias.
O de que el azar, si existe, a veces nos resulta favorable.

Se lee con gusto.

Besos.